LOS PATIOS, Colombia.- "Venezuela está llorando, porque Diosdado [Cabello], Nicolás Maduro y su cadena de locos la está acabando". José Gregorio Morales repite una vez el estribillo escrito por él mismo, intentando afinar una garganta herida por una semana de caminata desde Anzoátegui, a más de mil kilómetros de la frontera con Colombia, que acaba de atravesar pese al río crecido y el barro.

Mientras bebe un vaso de avena caliente repasa los motivos que lo han expulsado de su país: "Nos venimos por necesidad, no tenemos nada". Entre cánticos y palabras, el cantante callejero desvela las causas de la nueva oleada de emigrantes desesperadosque se han lanzado desde Venezuela hacia Colombia y el resto de los países de la región, según acaba de reconocer la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Un nuevo capítulo, con varias novedades, para la gran diáspora en medio de la pandemia.

 

Los nuevos caminantes recorren a pie y en "colas" (desplazamientos gratuitos en vehículos) las rutas de su país, una variación llamativa con respecto a anteriores flujos migratorios. Hay poco transporte y el poco que funciona por el desabastecimiento de combustible cuesta más de 100 dólares, precio inaccesible para la mayoría. Viajan familias enteras, con muchos niños y bebés, porque en sus barrios no hay electricidad ni agua, no funciona el gas y la comida en dólares es inalcanzable.

Son los estratos más populares, como demuestran con su ropa deteriorada y el calzado precario. Los más desfavorecidos y vulnerables por el fracaso social y económico de la revolución bolivariana. Los parias entre los parias.

"Venezuela ya no es Venezuela", asegura Yormis, de 23 años, que durmió con su hermano y dos amigos en plena calle tras atravesar la frontera. "El bolívar ya no existe y el gobierno no ayuda. Además detienen a los jóvenes o los matan. La luz se nos cae cada cuatro horas todos los días y gas no hay, toca cocinar con leña. Para conseguir agua hay que caminar dos kilómetros hasta un tubo que está reventado y allí cargar con el agua. Y la nafta a precio internacional, a dos dólares por litro", explica el joven barbero de Valencia, a tres horas de Caracas.

Una buena parte de los caminantes han sufrido la voracidad de los militares, que cobran en dólares por el paso de las alcabalas, y de las mafias de los pasos clandestinos, incluida la guerrilla, porque las fronteras siguen cerradas. También luchan contra las condiciones climatológicas, inundaciones y ríos desbordados.

"A nosotras unos pistoleros nos robaron todo antes de la frontera, en Barinas. Hasta los zapatos", se queja Marly Acuña, que con su madre y otros familiares han caminado desde la otra parte del país, Puerto Ordaz, cercano a la frontera con Brasil. "Nuestros niños están muriendo de desnutrición, por eso estoy aquí", confirma.

"Nosotros pagamos entre 10.000 y 12.000 pesos colombianos [en torno a cuatro dólares] para pasar por la trocha (paso clandestino). Estaba fuerte, mucha gente. Nos quedamos a dormir en la calle. El río estaba crecidito y lleno de barro. Sentimos miedo, mareo, es la primera vez que venimos a Colombia. La situación por allá es tan ruda que lo que poco que gana uno es para comer", señala Ronald Colmarejo, que tiene 18 años pero habla como si hubiera cumplido medio siglo. El núcleo familiar está conformado por 15 personas, entre ellos seis niños. Todos son caminantes de nuevo cuño.

Temores

El gobierno colombiano no ha cuantificado cuántos venezolanos han atravesado ya la frontera, algo casi imposible en medio de la pandemia. Pero se ven cientos por las rutas y caminos que desde la frontera van para Bogotá y Cali. Y se teme que una posible apertura el mes próximo provoque el efecto llamada, como en otras ocasiones.

El relato de todos ellos está salpicado de condiciones de vida tan extremas que parecieran huir de una guerra despiadada o de un terremoto destructor. Venezuela cumple siete años en recesión, durante los cuales ha perdido el 75% de su PIB, y soporta desde hace tres una hiperinflación que fagocita hasta hacer casi invisible el salario mínimo en bolívares.

"Vienen millones", exagera María F., a las puertas del punto de apoyo levantado por Douglas Cabeza en Pamplona, a 70 kilómetros de la frontera, epicentro de la famosa carretera de los emigrantes. Pero lo dice con tanta convicción que pareciera no equivocarse. "Lo he visto, nosotros también vinimos andando desde Chivacoa", agrega la mujer. Chivacoa es uno de los municipios de Yaracuy donde se encendieron protestas muy duras contra Maduro en septiembre pasado.

Desde que comenzara la diáspora venezolana en 2015, más de cinco millones de personas se han visto obligadas a salir de su país. Una huida que solo se puede comparar en este siglo por la provocada por la guerra civil de Siria.

"En esta nueva oleada, la mitad al menos son caminantes nuevos, que no tienen ninguna información y por eso son más vulnerables, sufren desde la violencia de género hasta la trata de personas. El 100% vienen en extrema vulnerabilidad, calzados desgastados o chanclas, con desnutrición, con la ropa maltrecha. Muchos niños y muchas mujeres, gestantes y lactantes. Y todos dicen lo mismo: la situación es terriblemente insostenible en Venezuela y salen a buscar algún tipo de oportunidad. El estado de necesidad es agudo", explica a LA NACION Vanessa Apitz, directora de la Fundación Nueva Ilusión, un oasis en el camino cerca de la frontera.

Yormis, el barbero, abre la bolsa de desayuno que le entrega Apitz y saca un sándwich y una fruta. No puede ocultar su asombro, el mismo que traslada a quienes allá la escuchan: "¡Llevo años sin comer una manzana!".