El efecto de una nueva nariz, un pecho más grande o un cabello renacido no termina en aquel que lo persigue, sino que puede alterar a todo un círculo que debe acostumbrarse al nuevo aspecto de un rostro y un cuerpo que ya le resultaban familiares
Para Óscar B., diseñador de software de 36 años, la “adicción” a la cirugía estética de su pareja acabó resultando un obstáculo infranqueable: “Ella necesitaba el tipo de ayuda que yo nunca fui capaz de proporcionarle”, explica. Tras dos años de noviazgo y cuatro de matrimonio, Óscar decidió separarse de Marta en cuanto ella le anunció que pensaba someterse a una reducción de pecho y un levantamiento de glúteos, pese a reconocer que este último procedimiento (conocido, por sus siglas en inglés, como BBL: Brazilian Butt Lift) se considera una intervención quirúrgica poco recomendable y de muy alto riesgo.
Óscar describe el BBL con aprensión: “Consiste en hacer una liposucción en vientre, costados y espalda para inyectar a continuación la grasa muerta en los glúteos haciendo uso de una cánula. Al parecer, se trata de una de las operaciones estéticas más peligrosas, porque existe la posibilidad de que la grasa se inyecte en el músculo glúteo y vaya a parar a los pulmones o al corazón al ser conducida por la red de vasos sanguíneos presentes en la zona”.
Cuando Óscar le explicó, tras leer un artículo en The New York Times, que dos de cada 6.000 levantamientos de glúteos acaban con la muerte del paciente, Marta reaccionó con absoluta indiferencia: “Vino a decirme que de algo hay que morir, y que el simple hecho de salir a la calle en una ciudad como Barcelona, donde vivíamos, ya supone una práctica de alto riesgo”.
El infierno somos nosotros
Marta fue modelo de lencería en su adolescencia, pero ya por entonces, según Óscar, “detestaba su propio cuerpo”. Con apenas 20 años, empezó a someterse a intervenciones menores, como inyecciones de colágeno en los labios. Luego vendrían el bótox, una rinoplastia “innecesaria” que le creó complicaciones como una persistente falta de sensibilidad y entumecimiento y, cumplidos ya los 30, un aumento de pecho (años después optaría por reducir lo aumentado) y una blefaroplastia que le produjo irritación ocular y le dejó cicatrices muy visibles: “Marta tolera todas estas contrariedades como si fuesen daños colaterales de lo que ella ve como un proceso de autoperfeccionamiento, la obra de su vida. Se siente una especie de mártir. Mi única esperanza para ella es que alguien la acabe convenciendo de que padece una dismorfia corporal aguda”.
Óscar reconoce que alguna de las intervenciones tuvo el efecto, “a muy corto plazo”, de reforzar la autoconfianza de su cónyuge, potenciando así su deseo sexual: “Ella necesita esa inyección periódica de autoestima. Pero es un pozo sin fondo. La ansiedad reaparece una y otra vez y solo es capaz de saciarla con más cirugía. En paralelo, mi deseo sexual hacia ella no dejaba de disminuir. Marta es más bien menuda y su cuerpo, en mi opinión, ha ido perdido gradualmente sus proporciones, su naturalidad y su armonía. Me duele decirlo, pero acabó pareciéndome grotesco”.
Más cotidiano y menos truculento resulta el caso de Andrés, contable de 39 años, que asegura haber perdido “un merecidísimo ascenso” por culpa del bótox. Andrés estaba a punto de ser promocionado en la empresa de gestión de residuos en que trabajaba por entonces, y decidió celebrarlo con “un retoque estético menor” para rejuvenecer su aspecto. La toxina le produjo una inoportuna hinchazón en la zona afectada que, según nos explica, “resultaba muy visible en los días en que el CEO de la empresa acudió a nuestra sede a conocer a los candidatos al ascenso”.
El ascendido resultó ser un compañero de trayectoria discreta y con el que nadie contaba: “Meses después, mi supervisor directo, la persona que se iba de la empresa y a la que yo iba, en teoría, a sustituir, me dijo que la decisión estaba tomada y yo era el elegido, pero el CEO se echó atrás por la mala impresión que le produjo mi aspecto físico. Incluso llegó a decir, al parecer, que mi sonrisa torcida le resultaba repulsiva, y que mi decisión de inyectarme bótox a una edad tan temprana le hacía pensar que yo era una persona demasiado obsesionada por mi aspecto o con problemas de autoconfianza muy severos, lo que me descartaba para un puesto de alta responsabilidad”.
La última encuesta de la International Society of Aesthetic Plastic Surgery (ISAPS) revela que en 2021 se registró un aumento global del 19,8% de las intervenciones ejecutadas por cirujanos plásticos, alcanzando los 12,8 millones de procedimientos quirúrgicos y los 1,5 millones de no quirúrgicos. En nuestro país, según datos de la Sociedad Española de Cirugía Plástica, Reparadora y Estética (SEPCRE), se llevan a cabo cerca de 450.000 intervenciones anuales, de las que más de 204.000 son quirúrgicas.
Eso supone un incremento del 215% en ocho años. Cerca del 40% de los ciudadanos reconoce haber recurrido en alguna ocasión a la medicina estética. También resulta muy significativo el descenso paulatino de la edad media de los que pasan por el quirófano para hacerse “retoques”. En 2010, solo el 22% de estos pacientes tenía menos de 29 años. En 2018, eran ya el 27,2%. En la última década, se está haciendo una media de más de 8.000 intervenciones anuales a menores de 18 años, consecuencia, según los expertos, de la creciente “trivialización” de intervenciones menores como el uso facial de la toxina botulínica o las inyecciones de ácido hialurónico.
La España que no se reconoce en el espejo
Los españoles, siempre según el SEPCRE, son muy proclives a extirparse la piel de los párpados, retocarse la nariz, hacerse liposucciones (tanto por aspirado convencional como por láser, radiofrecuencia o ultrasonido) o, en el caso de las mujeres, alterar las dimensiones de sus senos, con muy marcada preferencia por la mamoplastia de aumento. Entre los hombres, que acaparan apenas el 15% del total de las intervenciones, resulta muy común recurrir al bótox, la depilación, el fotorrejuvenecimiento o la reducción de grasas, y cada vez son más frecuentes las rinoplastias, otoplastias o ginecomastias.
Los datos de la ISAPS sitúan a España entre los 10 países en que más operaciones se llevan a cabo (quinta posición en 2018, octava en 2021), tras Estados Unidos (líder indiscutible con 4.361.000 intervenciones), Brasil, México o Alemania. En cuanto a profesionales acreditados en cirugía estética y reparadora, España dispone de un total de 1.031, por los 7.009 de Estados Unidos, los más de 3.000 de China o los 6.393 de esa potencia austral del retoque que es Brasil, el lugar del planeta en que se lleva a cabo el mayor número de operaciones por habitante.
Tal y como afirma el periodista Sergio Delgado, “la España insatisfecha con su cuerpo” no deja de crecer y cuenta ya con muchos millones de habitantes. Profesionales como Sergio Fernández, vicepresidente de la Sociedad Española de Medicina Estética (SEME), apuntan a factores como la proliferación, en redes sociales y demás, de filtros y recursos gráficos para alterar el aspecto, que estaría creando nuevas inquietudes y necesidades estéticas, sobre todo en los más jóvenes. La presión social explicaría también lo mucho que está aumentando la tendencia a resolver cuestiones de este tipo recurriendo al bisturí.
El grado de satisfacción con estas intervenciones es muy alto en el caso de cirugías correctoras y reparadoras, aunque resulta bastante más variable en las que responden a criterios puramente cosméticos o relacionados con la angustia psicosocial por la apariencia. Pese a todo, algunos especialistas apuntan a índices de satisfacción global superiores al 80%, incluso en intervenciones delicadas y que pueden exigir largos periodos de recuperación y adaptación de la zona afectada, como las rinoplastias.
Otra cuestión es hasta qué punto los resultados satisfacen al entorno social y afectivo de los pacientes. En otras palabras, hasta qué punto son frecuentes casos como el descrito en los primeros párrafos de este artículo.
Estoy pensando en dejarlo
Idoia, estudiante en prácticas de 29 años, también se considera un daño colateral de las cirugías ajenas mal calibradas. En su caso, de la operación de reducción de pecho de su pareja, Sandra, 10 años mayor que ella. Sandra, tal y como la describe Idoia, era una mujer rotunda y voluminosa, de pechos grandes, “atractiva y muy segura de sí misma”. Su decisión de someterse a una mamoplastia reductora no tuvo que ver con ansiedades psicosociales de ningún tipo, sino con la voluntad de aliviar unos recurrentes dolores de espalda motivados por el excesivo volumen de los senos: “Sandra me contó que tenía intención de operarse y me explicó sus razones poco después de que empezásemos a vivir juntas. Me sorprendió, pero tuve que reconocer que era perfectamente lógico y me propuse apoyarla y acompañarla en el proceso”.
No resultó sencillo. La operación consiste en una serie de incisiones que eliminan tejido mamario, grasa acumulada y piel anexa. En una segunda etapa, se procede a recolocar tanto la mama como el pezón y la areola de manera tan equilibrada y estética como sea posible. A continuación, se drena y venda la zona intervenida. “Nos habían explicado que era conveniente que Sandra usase una faja de sujeción postoperatoria, para evitar que los senos se desplazasen, y también nos dijeron que tendría cicatrices y moratones y sufriría una pérdida de sensibilidad temporal en la zona. Todo eso ocurrió, pero diría que fue más incómodo que dramático”.
El verdadero problema fue el aspecto “poco natural y, ciertamente, nada deseable” que seguían presentando los pechos de Sandra una vez dejado atrás el periodo de recuperación previsto por los cirujanos: “Me siento muy mezquina diciendo esto, pero, como consecuencia de la operación, Sandra perdió, para mí, gran parte de su atractivo físico. No conseguí acostumbrarme a su nuevo aspecto, dejé de desearla y perdimos casi por completo esa intensa conexión física que, según me doy cuenta ahora, era la base principal de nuestra relación, aunque también hubiese complicidad y cariño”.
Idoia tardó alrededor de medio año en asumir que había perdido el interés por Sandra: “Se lo expliqué con toda la delicadeza de la que fui capaz, pero supongo no hay una forma elegante ni empática de decir que has dejado de desear a una persona porque sus pechos han encogido. Me tocó recibir reproches y comentarios amargos. Me los merecía, pero no siempre se pueden controlar los sentimientos y el deseo. Lo más triste de todo es que, hacia el final de la discusión, Sandra se mostró dispuesta a volver a aumentarse los pechos si esa era la manera de que me quedase con ella, pero bajo ningún concepto sometería a otra persona a un suplicio así”.
A Sergio G., funcionario de 46 años, le tocó padecer la otra cara de la moneda: “Mi mujer me dejó pocos meses después del viaje que hice a Turquía, en primavera de 2018, para injertarme cabello”. Sergio ya relató a ICON en su día la peculiar peripecia turca a la que se sometió junto a dos compañeros de trabajo. La parte de la historia que omitió por entonces es que en casa lo esperaba Noe, la esposa con la que acababa de reconciliarse tras una larga separación: “Uno de los problemas entre nosotros, aunque ni mucho menos el único, era cuánto me mortificaba la alopecia severa que sufro desde muy joven. Es un tema que llegó a obsesionarme, por irracional que suene. El injerto turco me hizo concebir esperanzas, pero acabó siendo una amarga decepción y, de alguna manera, hizo que mi convivencia con Noe se resintiese”.
Ella acabó yéndose de nuevo, “no por mi aspecto físico ni por el resultado de la cirugía en sí, sino por el profundo impacto emocional que todo esto estaba teniendo en mi carácter y lo difícil que resultaba convivir conmigo”. Sergio sigue valorando la posibilidad de someterse a un nuevo tratamiento capilar, “esta vez, con expectativas más realistas y con todas las garantías, sin recurrir a soluciones milagro de todo a 100”, pero asume que la verdadera solución pasa por “aceptarse a uno mismo, que suele ser también la mejor manera de que los demás te acepten”.
Menos dramático resulta el caso de Daniel, de 41 años, que se sometió hace meses a una otoplastia, en teoría, rutinaria, para reposicionar de una vez por todas unas orejas “de soplillo” que lo traumatizaban desde su adolescencia: “Yo quedé contento con el resultado. Pero una amiga muy cercana me dijo, en tono cómplice y sin la menor maldad, que el retoque había alterado el equilibrio de mi cara, quitándole algo de la personalidad que tenía”. Daniel no pudo evitar dar por buena la opinión de su amiga: “Al mirarme en el espejo, creí entender perfectamente a qué se refería. Mis nuevas orejas, mejor posicionadas y algo más reducidas, no parecían encajar del todo en mi cara, eran como un cuerpo extraño, injertado de cualquier manera. Las orejas de otra persona”. Daniel tuvo la sensación de haber cometido “un error irreparable guiado por complejos absurdos”. Se dejó crecer el pelo y empezó a peinarse “de manera extravagante, para que las orejas quedasen siempre cubiertas”.
Tiempo después, una vez dejado atrás el profundo efecto psicológico de esa opinión adversa, Daniel ha encontrado la manera de reconciliarse con su aspecto: “Ahora tiendo a pensar que mis orejas estaban bien como estaban, pero tampoco tienen nada de malo ahora. Siempre habrá opiniones discrepantes, como la de mi amiga, pero debo acostumbrarme a aceptarlas con naturalidad y conseguir que no me afecten si no quiero convertirme en un adicto al bisturí o en un eterno insatisfecho”.
Fuente: elpais.com