Hace cinco años, Tamara García no había finalizado el secundario, estaba desempleada y con la urgencia de alimentar a sus hijos. Diseñó un plan hacia una vida mejor, puso a prueba sus propios límites y prosperó. Una historia de superación.
“Uno no se da cuenta de todo el sacrificio que hizo hasta que lo mira de lejos. En el momento en que lo vivís, solo pensás en seguir y seguir”. Tamara García evoca el camino recorrido, mira su diploma de enfermera y siente orgullo: su historia es la de muchos argentinos que pelean por una vida mejor para sí mismos y los suyos. Una historia de superación, de fortaleza ante la adversidad, de no rendirse nunca.
Corría el año 2017 y Tamara -hoy de 32 años- no había terminado el secundario. En Picún Leufú -Neuquén-, su lugar de origen, cocinaba y vendía rosquitas para poder comprar la leche para sus hijos.
Cinco años después, la vida la encuentra dando sus primeros pasos como profesional de la salud. En el medio, acampó durante cuatro días para conseguir una vacante y -una vez iniciada la carrera- viajó todos los días 70 kilómetros en moto, enfrentando las bajísimas temperaturas y los peligros de la ruta.
“Pagaba un alquiler de cuatro mil pesos y tenía un plan municipal por el que recibía cinco mil. Era imposible seguir así”, recuerda en diálogo con TN. Tamara se desempeñó como secretaria en el Consejo Deliberante hasta que una mañana le negaron el ingreso a su trabajo. “Fue por motivos políticos. Terminó la gestión y de repente me ví sin nada. Al mismo tiempo, a mi marido le pasó lo mismo. Trabajaba como albañil en Chocón Medio. Era una obra grande, que un día se terminó y chau. Afuera”, cuenta.
La lucha de Tamara García por salir adelante: “No nos alcanzaba la plata y estábamos cansados de vivir así” La flamante enfermera y Ángel, su pareja, habían formado una familia ensamblada con tres hijos: dos varones de 6 y 8 años, y una nena de 13. Un día se vieron sin entrada económica y con varias bocas por alimentar. Entonces sostuvieron la urgencia con changas, pero se propusieron diseñar un plan a futuro.
“No nos alcanzaba la plata y estábamos cansados de vivir así. Por eso, los dos decidimos retomar los estudios secundarios. Los completamos en 2017 y presentamos los papeles para entrar a la Policía. Era un curso de nueve meses, y nos podía ofrecer una salida rápida”, menciona Tamara y, sin quererlo, pinta un retrato de muchos rincones de la Argentina: la lucha por la subsistir lejos de las grandes ciudades.
“Tenés dos opciones: trabajar de los planes municipales o dedicarte a un emprendimiento y que te vaya bien. Si no, es imposible. Si realmente querés salir adelante, tenés que irte del pueblo”, explica. El plan, sin embargo, sufrió una fisura desde el vamos: “A mi marido lo aceptaron en la Policía, pero a mí no. Entre los dos, lo eligieron a él. El cupo masculino es más amplio”.
Tamara siguió desmalezando el camino y un día tuvo un encuentro fortuito que sembró vientos para el futuro. “Me crucé con una chica con la que había terminado el secundario. Y surgió la idea de anotarnos para enfermería en la Cruz Roja de Plaza Huincul”, comenta. Y profundiza: “Ser enfermera, al igual que policía, no era lo que había imaginado para mí en un principio. Pero me gustaron los horarios, que me permitían seguir sosteniendo la casa y la crianza de los chicos. Me gustó el valor de la cuota. Y lo que te decía: de algo había que vivir”.
El proyecto no era sencillo: las vacantes eran reducidas y había que sortear la distancia entre Picún Leufú y Plaza Huincul. “Hay un solo colectivo que hace ese recorrido, y creo que funciona solo los lunes. Nosotras lo necesitábamos todos los días”, explica.
Había apenas 15 cupos de ingreso y, por lo tanto, Tamara y su compañera decidieron acercarse a la sede de la Cruz Roja cuatro días antes y acampar en el lugar. “Llegamos y nos tocaron los números 16 y 17. Ya estábamos afuera de entrada. ‘¿Qué hacemos?’, me preguntó ella. Y yo le respondí que nos quedáramos, que si alguien se bajaba podíamos tener una chance. Y así fue: al tercer día una chica salió de la fila y entré yo. Y el último, se fue un chico y entró ella”, relata.
El primer obstáculo ya era una anécdota. En adelante, habría que recorrer 70 kilómetros todos los días durante los tres años que dura la cursada. “Mi compañera me propuso empezar a viajar en moto. Eran 200 pesos de nafta cada día para hacer el recorrido ida y vuelta, contra 400 que valía el combustible del auto. Y esa diferencia de 200 pesos equivalían a los pañales del nene y los útiles para la escuela de la nena”, recuerda.
Era un desafío complicado: las chicas nunca habían viajado por la ruta y menos en moto. El camino también tenía muchas dificultades: baches, animales que se cruzan. “Nos largamos igual y los primeros días, en marzo, viajábamos de día. Pero después salíamos bien temprano, y todavía era de noche. En un momento hasta pensamos en señalizar los pozos con un aerosol fluorescente, pero ya después te los vas acordando”, cuenta.
Otro escollo era el frío. “En invierno te congelabas. Llegábamos temblando, nos mirábamos las dos y no podíamos creer lo que estábamos haciendo. Además, volvíamos muy cansadas y había que atender a los chicos, cocinar. Nos acostábamos a la 1 y a las 4, 5 ya estábamos arriba otra vez. Todo era muy difícil”, enumera.
La vida de Tamara ya era una road movie urgente, impostergable y, al mismo tiempo, peligrosa. “Vivíamos con el miedo constante de saber si íbamos a volver o no. Más allá del riesgo de accidentes, rogábamos que la moto no tuviera ningún problema y encontrarnos solas en una ruta en la que ni siquiera hay señal. Además, es un camino poco transitado”, describe.
Tamara y un motor para no rendirse nunca: “Ya no quería ver qué podíamos comer y qué no” Por entonces, su marido había conseguido trabajo como policía en la Ciudad de Neuquén. Y en ese tiempo, Tamara se encontró con la necesidad de seguir estudiando y criar a los chicos. La red de contención familiar, entonces, se transformó en una herramienta imprescindible para seguir adelante.
“Mi hermana, mi cuñada, mi suegra y mi mamá nos ayudaban con el cuidado de los nenes. Una amiga también se quedaba con el más chico, lo retiraba de la guardería. Gracias a ellos también pude avanzar”, valora. Y continúa el relato: “A veces lloraba muy frustrada. Me decía a mí misma ‘no puedo, no puedo’. Después, simplemente pensaba en que mañana iba a ser otro día. Trataba de darme aliento. Y tenía claro que no quería seguir con la vida anterior: tener que contar peso por peso, vender rosquitas, mirar qué podía comprar y qué no para comer”.
Tiempo después, a Ángel le dieron el pase a Cutral Co y la familia emprendió la mudanza para volver a reunirse: “Mi esposo además pagaba un alquiler en Neuquén y otro en Picún, así que no lo dudamos. A fines de 2019 nos vinimos para acá”.
Después llegó la pandemia. Y para seguir estudiando, Tamara se conectaba a las clases vía Zoom con los datos de su celular. “Es que no nos alcanzaba para poner Internet”, explica. Con la vuelta a la presencialidad, y ya lejos de su compañera de viaje, la joven abandonó los recorridos en moto y comenzó a hacer dedo para llegar a destino.
Tanto sacrificio tuvo recompensa: desde principios de marzo, Tamara es enfermera profesional. “Empecé sin saber si me iba a gustar, pero hoy siento que es para mí”, cuenta.
En estos días se encuentra a la espera del título para matricularse y poder ejercer. Mientras tanto, en el horizonte asoman nuevos proyectos: “Luego de dos años de experiencia laboral podés aspirar a una licenciatura. Ese es mi nuevo objetivo”.