“No debió ocurrir”. Fernández pidió perdón por la fiesta de su esposa en Olivos. Como la mujer del César, el Presidente, la primera dama y los líderes en general tienen la obligación de conciliar el ser con el parecer.
Pompeya fue la esposa menos conocida de Julio César, pese a que pasó a la historia a partir de una fiesta que la tuvo como protagonista.
Una vez por año era la anfitriona de la fiesta de la Bona Dea (Buena Diosa) a la que los hombres tenían prohibido ingresar. Sin embargo, en una de ellas se coló un joven patricio disfrazado de mujer, aparentemente con la intención de celebrar junto a Pompeya y al resto de las mujeres. No hubo fotos de la ocasión, pero el escándalo recorrió Roma y el joven fue detenido y juzgado, aunque al final resultó absuelto.
La mejor idea que tuvo Julio César para acallar rumores sobre la supuesta infidelidad de su esposa fue separarse aduciendo que ella debía “estar por encima de toda sospecha”. Lo que con el devenir se transformó en “la esposa del César no solo debe ser honesta, sino parecerlo”.
Lamento presidencial. Es de esperar que la fiesta de cumpleaños de Fabiola Yañez, en medio del encierro social por la pandemia, no termine en una crisis de pareja. Pero la frase de aquel emperador romano valdría tanto para ella como para el presidente de la Nación. Con una salvedad: Pompeya no había sido castigada por comprobarse que hizo algo incorrecto, sino porque su accionar dejaba dudas de que hubiera hecho lo correcto.
En cambio, la foto que reveló la fiesta en Olivos no deja dudas de que sus protagonistas actuaron mal, que se reunieron sin protocolo y cuando toda circulación de personas no esenciales y encuentros de ese tipo estaban prohibidos en la Argentina y se sancionaba social, mediática y judicialmente a quienes infringían esas normas.
Y, en ese sentido, el primer responsable de hacer lo que desde el Gobierno se decía que no se debía hacer no es la primera dama, ni sus amigos. Es el jefe de Estado, que no tuvo la aptitud suficiente para frenar a tiempo algo que, simplemente, no debió suceder.
El viernes, en Olavarría, Alberto Fernández reconoció el error: “No debió haberse hecho… lamento que haya ocurrido, no va a volver a ocurrir”. También dijo que “(los políticos) somos hombres y mujeres comunes con responsabilidades importantes”. La traducción es que los políticos, como cualquiera, también se equivocan.
Hipocresías argentinas. La hipocresía es una característica del ser humano que cruza las clases sociales, las religiones y las ideologías. Se podría decir que el nivel de hipocresía de una sociedad está dado por la distancia que separa al ser del parecer.
Nuestros políticos son un espejo de cada uno de los sectores a los que representan.
Tenemos los políticos que se nos parecen, no los que se parecen a los alemanes, a los suecos o a los uruguayos.
Todos conocemos personas que se adelantaron (o intentaron hacerlo) a la cola general de la vacunación contra el covid. Quizá algunos de los que están leyendo esta columna lo hicieron. Sin embargo, quisiéramos creer que nuestros representantes son mejores que aquellos a quienes representan. Pero el vacunatorio vip, por ejemplo, nos reveló que al menos algunos políticos espejan bien a ese porcentaje de argentinos que se aplicó la vacuna, o intentó aplicársela, antes de que le llegara el momento. Quitándoles el lugar a quienes más las necesitaban.
Claro que la responsabilidad de quienes dirigen está por encima de las angustias y debilidades de cualquier ciudadano común, pero eso no convierte en inocentes a los que hicieron lo incorrecto.
Lo mismo se podría decir de quienes participaron de encuentros no permitidos durante los meses de mayores restricciones por la pandemia. Solo en el pasado mes de marzo las fuerzas de seguridad demoraron a 20.400 personas por no cumplir con las normas de aislamiento. Hasta ese mes, la Justicia Federal llevaba acumuladas 21.600 causas penales, pero se sabe que las personas que se movilizaban sin que les correspondiera o hacían reuniones prohibidas eran cientos de miles más.
Ahora se supo que dos de ellas fueron el Presidente y su esposa. Siempre la mayor responsabilidad es de quienes conducen, pero existe una anomia social que antecede a la conducta de líderes que luego la espejan con prolija exactitud.
Homeostasis. Santiago Cafiero fue el primero en reconocer el error del Presidente, aunque se atajó en que quienes ahora critican al Gobierno, “en esa época convocaban a marchas y concentraciones de gente apiñada, donde se quemaron barbijos y se rechazaban las vacunas”. Eso no le quita responsabilidades al jefe de Estado, pero tampoco deja de ser cierto: en plena pandemia, líderes opositores rompieron las reglas de cuidado que el resto de la sociedad debía acatar o sufrir las consecuencias. Y son algunos de esos opositores los que ahora critican la infracción presidencial para aprovecharla electoralmente.
Una de las últimas encuestas realizada por Latinobarómetro para la región muestra lo lejos que puede estar el ser del parecer. El 34% de los argentinos está de acuerdo en que cierto grado de corrupción es aceptable. El 28% piensa que “todos” o “casi todos” los empleados públicos están involucrados en actos ilícitos. El 38% cree eso de los empresarios, el 39% de los jueces y el 46% de la policía. Cuando se le pregunta al encuestado si le dio algún tipo de soborno a un policía en el último año, el 25% reconoció que sí. Porcentajes similares se repiten cuando se refieren a sobornos sobre funcionarios judiciales, políticos, etc.
Solo para pasar a cantidad de personas uno de estos porcentajes: el 34% de los argentinos que acepta algún grado de corrupción representa a 10 millones de personas, tomando solo a los mayores de edad.
Pese a esas respuestas, las personas se perciben a sí mismas como honestas y se horrorizan recién cuando esos actos son cometidos por los demás, sobre todo cuando se trata de dirigentes. Y no deja de ser un derecho legítimo exigirles a los representantes que sean mejores que los representados. Pero se podría decir que, en general, la sociedad argentina tiene un problema con el cumplimiento de las normas, desde una parte importante de la sociedad hasta una parte importante de sus dirigentes.
Aunque dentro de esa anomalía hay un orden: si viviéramos en un país en el que a nadie se le ocurriría coimear a un policía, quedarse con un vuelto o incumplir las restricciones sanitarias obligatorias, sería imposible que quienes nos representen lo hicieran.
En ese sentido la Argentina es coherente. Su sociedad no es totalmente honesta, pero eso queda compensado por el hecho de que sus representantes tampoco lo son.
Una homeostasis dolorosamente perfecta.
Responsabilidades. Esa parte tramposa de la sociedad que se horroriza por las trampas de sus representantes pretende la utopía de que sus líderes sean mejores que ellos.
En cambio, a la parte de la sociedad que, intentando hacer lo correcto, sufrió el encierro y perdió a sus seres queridos, le hubiera alcanzado con que sus líderes se comportaran como lo hicieron ellos.
César, la mujer del César, el Presidente, la primera dama, los dirigentes en general, tienen la obligación adicional de esforzarse por conciliar el ser con el parecer. La mayoría de los presidentes argentinos dio muestra de lo lejos que puede estar lo que se dice de lo que se hace durante los años que estuvieron en el poder.
Es cierto que en el fondo son personas comunes colocadas en lugares de excepción. Con debilidades, errores, angustias y ambiciones similares a las del resto de los mortales.
Pero el resto de los mortales no eligió la responsabilidad de liderar, y ellos sí.