Algunos se fueron por falta de trabajo. No pocos habían sufrido persecución política. Otros simplemente a probar un nuevo estilo de vida. Ahora vamos a hablar con los argentinos que viven lejos y tuvieron que adaptarse al cambio.
La diáspora argentina ha poblado el planeta. Pero no crean que es algo nuevo, ni un fenómeno reciente motivado por nuestras dificultades económicas. Es cierto, sí, que la crisis del 2001 expulsó muchos compatriotas. Pero la salida de argentinos del país siguió después. Y había comenzado mucho antes. Exactamente en la década del 60.
Un documento pionero publicado por Instituto de Desarrollo Económico y Social y escrito por Enrique Oteiza, revelaba que en 1963 surgió en la Argentina el “brain dain”, la fuga de cerebros. Ese año, según el Instituto Torcuato Di Tella, vivían en los Estados Unidos 3.331 profesionales argentinos.
De ahí en adelante, no faltaron motivos penosos para que miles de argentinos se fuesen a vivir al exterior. Aunque también hubo siempre quienes partieron simplemente para vivir una experiencia distinta.
En 2020, de acuerdo a las últimas estadísticas de Naciones Unidas, en el mundo hay diseminados 1.013.414 argentinos. Pero también hay 2.200.000 extranjeros en la Argentina.
Es decir que así como hay argentinos que se van -y se han ido a lo largo de los años- Argentina sigue siendo un país al que muchos quieren llegar. Pero ese será tema para los especialistas en la materia.
Nosotros queremos contar historias simples, de esos argentinos que emprenden una nueva vida. Tienen que cambiar sus hábitos y adaptarse. Todo es distinto, desde las comidas y el idioma hasta el colegio de los chicos. En muchos casos se progresa, pero también se añora.
Dicho todo esto, vayamos a nuestro personaje de hoy.
Se llama Carla Urroz, tiene 38 años y nació en Banfield. Ahora vive en Italia, justo en el taco de la bota, al sur de Bari, en un pueblo de 50.000 habitantes con nombre de juego: Monópoli.
Allí, con su marido Marco, abrieron una posada de campo, un “country home”, sobre una extensión de 5 hectáreas.
Entre olivos y frutales, aprovecharon las centenarias construcciones lugareñas llamadas “trulli”. Son de forma cónica y están registradas como Patrimonio Protegido de la UNESCO.
En ese lugar, que bautizaron “Trulivo” (https://es.trulivo.com/) viven con su pequeño hijo León, de quien ella dice con una mezcla de humor y sueño “desde que nació no duerme”. Pero el ámbito de tierra, sol, plantas y animales, es un escenario natural para su crianza.
Carla había estudiado hotelería en la Argentina. Un día quiso viajar para tener nuevas experiencias y se fue a Barcelona. Conoció a un italiano, Marco, y decidieron vivir juntos una historia común.
Eso y todo lo demás me lo contó en esta entrevista, que vas a poder ver a continuación.
—Hola Carla, ¿como estás? Que lindo lo que veo, tu sonrisa, tu pelo al viento. Y detrás qué hay?, un olivo.
—Un olivo. Eso es un níspero. Mi casa. Giramos, giramos y volvemos al campo y al olivo.
—Ese lugar está en Italia. ¿En el mapa vendría a ser el talón la bota?
— Sí, como en el taco digamos. Al Sur, la ciudad más cercana es Bari, la capital de Puglia. Yo estoy a 40 minutos, en Monopoli. Como el juego (risas).
—¿Y eso está asomado al mar, al Adriático?
—Sí, sí, yo estoy a diez minutos del mar en auto.
—O sea, detalle más, detalle menos, es el paraíso.
—Sí, la verdad que sí. Tengo que agradecer a todo el mundo que terminé en un paraíso. Era un sueño mío vivir en el campo, pero lejano. No pensé que de tan joven lo iba a hacer. Pero bueno, me tocó así.
—Un día te fuiste de Argentina. ¿Para dónde arrancaste?
—Por Barcelona. Le dije a mi mamá: “En dos meses me mudo” (risas). Fue así, sin más. Y me mudé a Barcelona con mucha ilusión. En realidad buscaba una aventura, vivir, viajar, conocer gente, experiencias. Realmente no es que me fui porque en Buenos Aires estaba mal. Fue una cuestión personal, algo que me movió.
—¿Y cuánto hace de eso?
—Cuatro años ya. No tanto.
—Bueno, de Lomas de Zamora, de la zona Sur bonaerense, te fuiste a Barcelona a ver qué pasaba. ¿Y qué pasó?
—Muchas cosas. Justo llegué más o menos cuando estaba explotando el catalanismo, su auge digamos, donde había casi todos los días manifestaciones, y estaba un poco más complicado conseguir trabajo porque te pedían el catalán y yo no lo hablaba. Pero nada. Yo fui con una persona que se llama Daniel, que es catalán, y me alquiló el piso, así que vivía con él. En Barcelona es muy común que la gente comparta el departamento.
—Así es.
—Realmente son muy caros los alquileres.
—Claro.
—Así que empecé a vivir con él. Me hice muy amiga, amiga de sus amigos, y empecé a conocer gente. Argentinos hay muchísimos. Pero muchísimos. Era ir a la playa y ver gente tomando mate alrededor mío, parecía Mar del Plata. Y bueno, por Daniel, mi compañero de piso, conocí a Marco, que es mi actual marido digamos. Empezamos una relación a distancia. Él había vivido en Barcelona cinco años y después se vino a Italia a hacer este proyecto que tenemos ahora.
—Marco es italiano.
— Es italiano. Del Sur, de acá de Bari.
—O sea que vos te fuiste por la aventura a Barcelona. Y de Barcelona te fuiste a Italia por amor.
—Sí, encontré la aventura en Barcelona y me trajo a Monopoli el amor.
—¿Y qué habías estudiado? ¿Cuál era tu proyecto profesional?
—Estudié hotelería. Trabajé toda mi vida en ese rubro. También lo hice un año en Estados Unidos. Me mudé cuando era más joven. Y en Buenos Aires trabajé en muchísimos hoteles. Mi último trabajo era muy lindo, era para una tarjeta de crédito, digamos, la parte de concierge VIP para los servicios de los clientes con más dinero. Era así: me pedían cualquier cosa y vos tenías que conseguir lo imposible. Y estaba bien, estaba muy bien. Me encantaba, la verdad que me encantaba. Y fui a Barcelona sinceramente pensando que iba a encontrar algo en lo mío. Porque tenía bastante experiencia digamos.
—Sí, sin dudas.
—Bueno, no (risas). Terminé trabajando en real state, vendiendo pisos, departamentos. Me metí en la parte inmobiliaria, me dio una mano un argentino por medio de un amigo. Me enseñó y empecé a trabajar de eso durante seis meses más o menos. Y después decidí mudarme acá.
—El olivo es precioso, pero como tenés pasta de camarógrafa yo te pido que sigamos conversando pero con otra imagen, a ver.
—Dale.
—Ahí está, ahí está. Se ve algo que es muy característico de tu zona, ese techo cónico. ¿Qué es?
—Son construcciones que se llaman trulli, o trullo. Trullo es uno, trulli es el complejo. No se sabe bien la data.
—¿Eso es algo que han hecho ustedes ahora siguiendo aquel estilo arquitectónico o es original de aquella época?
—No, es original. Ahora está de moda. Mucha gente los construye de cero. Cuando son nuevos el cono es gris. La piedra es blanca en realidad, pero con el clima se transforma en gris. Lo de ahora es todo cemento, se nota que son todos lisos los conos. Pero éste es original. Es patrimonio de la UNESCO, está protegido. Cada cosa que tuvimos que hacer tuvimos que pedir permiso. Todo un tema. Antes pertenecían a los campesinos, eran el refugio. Y era de pobres en realidad. Por qué son así los techos, no tienen cemento, nada, son todas piedras una arriba de la otra. Y cuando venían a cobrarles la renta le sacaban el pico y se caía todo, entonces no podían cobrarles sobre la propiedad porque no tenía techo. Lo hacían así para no pagar impuestos (risas).
—Una buena idea.
—Sí, sí, lo tiraban abajo y después lo volvían a hacer Es muy lindo ver cómo está construido porque son varias capas de piedras, más chiquitas, más grandes, y se van metiendo. Es todo un arte acá en el Sur de Italia. Hay mucha gente, trullaros se llaman, que los restauran, porque son bastante viejos y hay muchos abandonados, venidos abajo. Pero son hermosos. Las paredes tienen más de un metro de espesor, entonces en el verano no hace calor, no tenemos aire, no tenemos nada, y hace calor en el Sur de Italia ahora. Y en el invierno…
—¿En esas construcciones no tienen aire acondicionado?
—No. Aparte tampoco te lo permiten ponerlos por paisajística. Pero no es necesario porque a la noche refresca y como que hay un microclima dentro del trullo. Está buenísimo. Y en invierno también.
—Vamos a recapitular... ¿Marco es...?
—Marco Martano.
—Y Marco se la llevó para Italia, para el Sur, está en Monopoli. Entre Bari y Bríndisi. ¿En un emprendimiento hotelero que han hecho ustedes?
—El concepto de Marco era volver al origen, volver a la tierra, volver a lo natural. A compartir también este pedazo de paraíso con la gente. Dejó todo, dejó su vida laboral. Él trabajaba en Suiza los últimos años. Y con dinero que juntó, más dinero de la familia que le prestaron, más un préstamo en el banco, más un montón de cosas que tuvimos que hacer, adquirió la propiedad no diría en ruinas pero bastante mal, y la fuimos reconstruyendo a mano. Él pulía las piedras con la hidrolavadora, sacaba todo lo que estaba afuera. Algunos muebles los hizo la hermana, que es restauradora. Y agarramos puertas, cosas que encontrábamos en el campo, y las restauró. Hicimos las habitaciones bastante autóctonas. Y bueno, fue todo a pulmón. Abrimos el año pasado. Nos fue re bien. Este año con el Covid…
—Distinto ¿no?
—Complicado.
—Me contaste en un correo que viven en un campo de cinco hectáreas, con su propio huerto, nísperos, manzaneros, olivos. Y que producen aceite de oliva bio. ¿Lo hacen ustedes?
—Sí.
—Y tienen cerezos, higos, almendros, nogales. Y me contás la historia de los trulli. Y aparte me decís que hacés los desayunos para los huéspedes...
—Sí. No sé cómo hago, porque con el niño te digo que es complicado. Gracias a Dios me lo cuida la nonna porque si no, encima que no dormimos, estamos zombis. Pero…
—¿El niño es...?
—...León. Que no duerme (risas).
— (Risas).
— Desde que nació no duerme.
— (Risas).
—Es muy activo el niño. Está, nada, lo tenés que ver, es increíble, va gateando a la tierra y lo pierdo, porque se me va y juega con las ramitas, con las flores, con las hojas. Es un indio, está todo negro, sucio todo el tiempo, pero me encanta verlo porque es re lindo. Y esta es la idea también de estar acá ¿no? De volver a conectar con nuestra madre tierra que realmente la tenemos que cuidar un poco. Y sí, nosotros hacemos el desayuno. Todas las mañanas hago el pan, la noche anterior lo dejo levitando. Me levanto temprano, le hago una segunda levitación y lo meto en el horno. Hago la granola casera, con avena, con todo, también con almendras que tenemos de nuestro campo. Hacemos las mermeladas de cereza, de higo, de fiquidi, de todo lo que tenemos en el camino. Y también hago dulces, me encanta cocinar, y todos los días algo distinto porque investigo, me gusta hacer cosas nuevas. Marco hace de camarero y yo hago la cocina, nos dividimos.
—¿Todo eso lo habías aprendido? ¿Lo habías desarrollado? ¿O lo descubriste en Monopoli?
—Sinceramente aprendí lo teórico, lo que debe ser, lo perfecto, el estándar, porque realmente en hotelería hay muchos estándares, y acá descubrí cómo ser yo en algún punto. Porque a veces uno tiene que estar como muy controlado, muy sonriente todo el tiempo en hotelería, y acá descubrí que tengo una sonrisa verdadera, digamos, que hablo con la gente y me encanta conocerla. Conocimos tantas personas de todo el mundo. Que después te dicen venite, cuando estés por acá pasa a visitarme. Y eso es lo lindo. Entonces descubrí que a mi profesión la pude aplicar de manera más natural, por así decirlo.
—¿Y cómo se enteran los pasajeros, los clientes, de la existencia de ese lugar?
—Nosotros tenemos nuestra página oficial y también recibimos muchas reservas por Booking o Trip Advisor. Gracias a Dios tenemos muchos comentarios también y eso nos hace seguir, porque realmente no es fácil mantener el lugar andando, sinceramente es mucho. Pero nos encanta. Es un estilo de vida que elegí.
—Ahora hay una ventaja inicial: no tenés gastos de viáticos, porque vos trabajas donde vivís.
—Y mi jefe es mi marido (risas). Él es mi jefe. Pero sí, no tengo viáticos. No tengo alquiler. No pago absolutamente... bueno, sí pago los impuestos, pero no tengo un alquiler como mucha gente que apenas de país al principio empieza a alquilar o bueno, para llegar a poder comprar algo que no es muy fácil tampoco. La verdad que sí, sí, me siento muy afortunada.
—¿Cuánto mide todo ese lugar?
—Uf, (pregunta) ¿cuánto mide amor todo esto? En metros cuadrados. Estoy consultando con… 300 metros cuadrados exterior, ok.
—¿Y el campo cuántas hectáreas son?
—Y entre cuatro, cinco hectáreas más o menos. Cinco, cinco hectáreas.
—Hay que trabajar ahí eh.
—Sí, hay que arar. Todos los años el gobierno te da una ayuda para cuidar los olivos. Apulia fue invadida por una mosca que echó a perder todos los olivos, hay un montón enfermos. De hecho hace dos años no hubo producción de aceite de oliva en toda la Puglia casi. Así que hay que podar los árboles, cuidarlos bien para que te den el fruto y bueno, es parte de la protección, están protegidos por la UNESCO también los olivos. Son obras de arte, los olivos son hermosos, una cosa increíble. Es arte, parece arte en madera. Hay algunos que son preciosos. Y algunos que están en el mar: se ve el mar y los olivos, es increíble, es muy lindo. Ahora están los higos dando fruto. Y en el fondo, tenemos el huerto comunitario. Es un huerto enorme al que la gente viene a recoger también. Nosotros prestamos la tierra, hacemos la parte nuestra y también lo vienen a cuidar para que otras personas vengan a recoger su comida, digamos.
—Decime Carla, los clientes ¿qué hacen? ¿caminan, hacen tareas del campo, o simplemente se quedan al sol y en la pileta?
—Este año fueron muchos locales, mucho italiano. Porque bueno, el turismo extranjero no existió casi. Pero por ejemplo, los alemanes vienen hasta sin auto. Si venís sin auto acá no te podés mover. No es que podés pedir un taxi. Ellos no querían nada, querían estar acá en las hamacas leyendo, relajándose, van a caminar. Recogen ellos su desayuno, te traen la fruta. Como que se van conectando con todo el lugar. Hay otros que vienen y recorren como locos, empiezan con el auto a recorrer todo Puglia porque acá estamos en el centro de todo. Y hay otros que sí, más jóvenes, que vienen a la pileta, a relajarse. Pero me sorprendió la cantidad de gente que viene a conectarse con el lugar. Me sorprendió muchísimo. A mi perro -que es el perro de todo el mundo porque él va donde va la gente-, lo adoptan así, le dan de comer y él va feliz. Así que el perro y el gato, Gino y Ulises, son protagonistas también, todo el mundo les saca fotos, los saludan, después nos mandan mensajes saludo a Gino, saludo a Ulises, y ahora a León.
—Ahora a León, claro.
—Así que sí. Es muy lindo. Es más lindo que la hotelería que yo vivía en Buenos Aires. La conexión con la gente, es lo que más a mí particularmente me encanta. Y es difícil verlos ir a veces porque uno genera una relación linda y se van y es como esos amores de verano que no lo ves más. Y a veces es duro porque al estar tan aislados nosotros también, es el único contacto realmente que tenemos a diario ¿no? Porque después está la familia de Marco, que vive en Bari, los amigos de Marco de toda la vida. Pero acá yo no pude conectar mucho con gente local.
—En un momento dijiste “la nonna”, ¿hay una nonna?
—Hay una nonna y un nonno. Y ahora está mi mamá, que vino de Argentina hace ya un mes y medio. Pudo viajar en un vuelo por el pasaporte italiano, a Madrid. Hizo todo lo posible para venir al primer cumpleaños de León. Así que ahora está acá cuidándolo. Conectando con León.
—Bueno, y hay imágenes que son muy clásicas de Monopoli, la costa, la playa, el embarcadero, unas lanchas azules muy bonitas.
—Sí.En realidad es un pueblito, no es una ciudad. Hay 50.000 habitantes, no es muy grande. La particularidad son las casitas. Es como Grecia en un punto. Bueno, muy mediterráneo. Las casitas son más o menos del siglo XVI, las más antiguas, blancas. Embarcaciones azules. Puertas azules de las casas. Y la gente hace como competencias de flores en las casas, a ver quién tiene las mejores flores. Las cuidan y una vez al año hay un ganador.
—Que lindo es eso.
—Es muy lindo.
—Es algo que a lo mejor cuando partiste para Barcelona ni imaginabas.
—No. No, nunca, nunca, nunca. Yo pensé que toda mi vida iba a vivir en Barcelona. De hecho me costó mudarme acá. La tuvo difícil Marco. Pero la verdad que uno siempre se tiene que jugar por lo que dice la intuición, lo que uno siente. Y la verdad que eso es la vida en realidad, jugársela. Yo siempre digo, hay que arriesgarse, porque si no no encontramos nada. Y eso me pasó a mí. Me costó irme de Buenos Aires, extraño un montón. Hay veces que me encantaría teletransportarme y abrazar a mis amigos, y a mi familia, y caminar, porque para mí Buenos Aires es una ciudad hermosa, una de las más lindas del mundo. La apreciamos más cuando no estamos, cuando nos vamos. Y cada vez que hablo me lleno de orgullo la verdad. Siempre digo, tenemos el Teatro Colón, tenemos tantas cosas, tanta cultura, tan lindo. Y los argentinos que somos lo más, porque somos amigueros y todo. Y se extraña eso. Igual acá los italianos son muy parecidos. Somos nosotros. Pero la verdad se extraña, se extraña muchísimo. Pero bueno, son decisiones que uno toma y también está lindo ir de visitante cada tanto a Argentina.