A 20 años de los ataques, familiares de las víctimas los recordaron, y contaron cómo vivieron los días posteriores al ataque a la Torres Gemelas.
Como millones de personas, los familiares de las cinco víctimas argentinas que fallecieron en el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, en un principio pensaron que la tremenda explosión de una de las Torres Gemelas había sido un accidente. Pero el impacto del segundo avión sobre la Torre Sur, a las 9.03, que fue transmitido en vivo al mundo, fue lo que les hizo comprender que se trataba ataque terrorista.
Así lo sintieron, en ese momento, algunos de los familiares de Pedro Grehan y Sergio Villanueva, dos de los compatriotas fallecidos en el ataque demencial.
El dolor no cesa, menos aún cuando llega la fecha tan fatídica. La familia de Villanueva tiene la esperanza de que algún día encuentren restos de ADN que reconfirmen lo que ya saben: que Sergio estaba en el World Trade Center durante los ataques.
Pedro, en tanto, se encontraba en su oficina de la Torre Norte, en el piso 105, y quedó por encima de la fisura: el vuelo 11 de American Airlines había sido estrellado entre los pisos 93 y 99. Villanueva llegó más tarde para luchar contra el fuego, junto a cinco colegas de la estación Ladder 132, de Brooklyn. Sus familiares estiman que murió bajo el colapso de la Torre Sur, atravesada por el vuelo 175 de United Airlines, que irrumpió entre los pisos 77 y 85.
Sergio Villanueva, un joven de 33 años oriundo de Bahía Blanca, ejercía como bombero al momento del atentado; le correspondía volver a su casa, pero se dirigió al World Trade Center a colaborar con el combate de los incendios
Junto a Grehan y Villanueva, otros tres argentinos murieron 20 años atrás, el mismo día, producto del ataque suicida del grupo jihadista Al-Qaeda que se llevó la vida de alrededor de 3000 personas. Ellos eran Guillermo Alejandro Chalcoff, Gabriela Waisman y Mario Santoro.
Todos tenían entre 30 y 40 años –aproximadamente– y habían emigrado a Nueva York en busca de una mejor calidad de vida, en plena crisis económica del gobierno de Fernando de la Rúa.
Tanya Villanueva Tepper llevaba siete años en pareja con Sergio al momento del atentado, y lo que más dolor le provoca es que no se hayan encontrado aún restos de su ADN. “Es que es muy doloroso pensar que, durante todos estos años, sus restos no fueron reconocidos por el hecho de tener un tamaño diminuto”, explicó en una entrevista concedida a La Nación. Desde entonces no supo nada del cuerpo del argentino.
La mañana del martes 11 de septiembre Tanya se encontraba en la casa que compartían, esperando a Sergio. Se suponía que en breve él llegaría luego de haber finalizado sus 24 horas de guardia en el departamento de bomberos de Brooklyn. Pero nunca volvió.
“Cuando prendí la televisión y vi las noticias, quise confiar en que Sergio estaba camino a casa, aunque entendí que había ocurrido un atentado. Con el correr de las horas llamé a la sede de su trabajo, pero nadie me atendía, hasta que (el entonces alcalde de Nueva York, Rudy) Giuliani puso a disposición una línea para las familias de los bomberos”. Sergio no había podido evitar el llamado de su vocación: junto a cinco colegas, había salido rumbo a las Torres Gemelas para combatir el incendio.
Los 28 días subsiguientes Tanya llamó a esa línea telefónica y recorrió la ciudad junto a Delia y Maricel –la madre y la hermana de Sergio–, quienes también vivían ahí. 28 días era el tiempo máximo que, según había escuchado, las personas atrapadas entre escombros podían llegar a sobrevivir.
“Cuando alcancé ese límite estaba devastada y decidí llamar a una médium”, detalla Tanya, quien adoptó el apellido Villarreal como homenaje al argentino. “Lo vio. Me dijo que lo había perdido. A partir de ahí, me entregué al hecho de que Sergio no volvería a casa”. Entendió que su prometido “tuvo el regalo de morir como un héroe”, tal como él soñaba.
En 1970, cuando Sergio tenía dos años, sus papás decidieron mudarse a Nueva York para buscar un mejor pasar económico. Se instalaron en el barrio Queens y allí abrieron un restaurante. Siendo adolescentes, en ese mismo barrio se conocieron Sergio y Tanya.
“Él quería ser militar, pero a su mamá no le gustaba la idea, así que en 1992 se metió en el departamento de policía”, y algunos años después se unió al cuerpo de bomberos.
La historia de Pedro Grehan:
Como tantos jóvenes, Pedro emigró a Estados Unidos en busca de un futuro mejor. Había viajado a Buenos Aires a ver a su padre que iba a ser operado, y regresó al país del norte para retomar su trabajo en la financiera Cantor Fitzgerald y sus hijos empezaran el nuevo colegio, el lunes 10 de septiembre.
"La muerte de mi hermano fue una experiencia de dolor muy grande para todos, de una tristeza absoluta mezclada con un asombro absoluto. Era algo inexplicable", cuenta John Grehan a La Nación.
Camila Grehan (29), una de las hijas de Pedro, recuerda amargamente el momento: "Estaba en la primera hora de clase. Entra una profesora y le dice algo en secreto a mi maestra, que se larga a llorar y nos cuenta que un avión había chocado las Torres Gemelas. Un compañero se da vuelta y me mira, porque sabía que mi papá trabajaba ahí. Yo entré en un bloqueo y una gran confusión, no quería entender”, cuenta por primera vez la mayor de los tres hermanos.
“Tengo casi 30 años. Mi papá tenía 35 y ahora puedo entender que era muy joven y le quedaba una vida por delante. Entonces busco validar de alguna forma su existencia y el rol de padre que no pudo cumplir”, dice Camila, entre lágrimas.
“Lo que pasó es muy complejo, hace que uno se disocie. Es algo íntimo y personal, y, a la vez, todo el mundo se siente en derecho de ser partícipe porque recuerda cómo vivió o lo afectó ese día”, indica Camila.
Por mucho tiempo, ella y Sofía fantasearon con la idea de que Pedro estuviera vivo. “Durante su búsqueda, nos aferramos a la posibilidad de que papá haya sido un desaparecido, más que un muerto”, dice Sofía, pese a admitir que no existía ninguna posibilidad de que así fuera.
Seis de los nueve hermanos de Pedro viajaron a Nueva York a participar de la búsqueda en cuanto se reactivó el tránsito aéreo, unos pocos días después del atentado.
“Después de ver la caída de la segunda torre, entendimos la gravedad de lo sucedido y nos empezamos a organizar para viajar a Estados Unidos, mientras hacíamos conjeturas. Mamá ya veía la cosa negra. Había que ir a buscar entre los escombros”, cuenta John Grehan.
“Los de allá revisaban hospitales y refugios. Mucha gente había perdido la memoria y teníamos miedo de que Pedro estuviera vivo y no supiera su nombre”, agrega John, y recuerda la amplia red solidaria que se armó en Nueva York.
Después de más de diez días de búsqueda desesperada, John y sus hermanos entendieron que Pedro no estaba vivo, aún sin poder afirmar que estaba muerto. “Fue una experiencia de dolor muy grande para todos, de una tristeza absoluta mezclada con un asombro absoluto. Algo inexplicable, casi un disparate; tan raro y potenciado que hoy, después de 20 años, el mundo sigue hablando de esto”, reflexiona.
La mujer y los hijos de Pedro intentaron poner un cierre a la tragedia en 2002, cuando regresaron a la Argentina después de plantar un árbol junto a muestras de ADN que recibieron, producto de los procesos de identificación de las víctimas. Pero la herida sigue abierta.
La historia de Guillermo Alejandro Chalcoff
Guillermo Alejandro Chalcoff fue sumado a la nómina de víctimas argentinas unos años después del 11-S porque el hecho de ser ciudadano estadounidense había dificultado su identificación.
Nacido en Buenos Aires, se había mudado a Nueva York junto a su mujer a mediados de los ‘80, y tenía 41 años en 2001, cuando el primer avión impactó de lleno, en los pisos de las oficinas de la consultora Marsh & McLennan, para la cual trabajaba como desarrollador de sistemas. Ninguno de los 358 empleados y contratados que estaban ahí, esa mañana, logró sobrevivir.
Guillermo tenía dos hijos de siete y nueve años, Brian y Eric. “Le quedaba una vida por delante”, se lamenta su hermana, Mariana Chalcoff. “Me costó mucho entender lo que pasó el 11 de septiembre, darme cuenta de que mi hermano murió. Empezar pensando que fue un accidente; después, un atentado, y, por último, entender que lo mataron. Es una tragedia, un impacto muy fuerte, asimilar que lo mataron”.
Por otro lado, cuenta que “Fue muy reparador haber vuelto a Nueva York y encontrar el memorial. Sana poder dar un lugar a los muertos, una presencia en la ausencia. Hay reconocimiento por parte del Estado y estando allá, de visita, sentí una contención muy fuerte”, concluye.
Los casos de Gabriela Waisman y Mario Santoro
Gabriela Waisman tenía 33 años, y desde los seis vivía en Nueva York junto a su familia; había nacido en el barrio porteño de Caballito. Estaba de visita en el piso 106 de la Torre Norte –un nivel por encima de Grehan–, lista para dar una presentación en nombre de Sybase, la empresa de software en la que trabajaba. Trascendió que mantuvo llamados con su familia, asustada, una vez que se desataron las explosiones y el humo. Pasadas las 9 no se supo más sobre ella. Tenía 33 años.
Por su parte, Mario Santoro, rosarino, había emigrado a Estados Unidos junto a sus padres y su hermano de muy chico. En el 2001, con 28 años, estaba en pareja con una joven estadounidense, con quien tuvo una hija, Sofía, que en ese entonces tenía dos años de edad.
Era paramédico, y estaba de franco cuando vio una nube negra en ventana de su casa, ubicada a pocas cuadras del World Trade Center. “Me voy para allá, me van a necesitar”, dijo. Salió disparado a ofrecer ayuda y nunca volvió a su casa.