Pasamos en julio de 2021 los cien mil  fallecidos por COVID-19 y el dolor se prolongó: hasta me tiembla el pulso al escribir las cifras. Aunque es cierto que la vacunación generalizada ha disminuido el riesgo y ya nos animamos a salir de la guarida, la covacha -llámese búnker- en que se habían tornado nuestros hogares. Estuvimos "engayolados" por casi un año y medio. Por suerte, la fragilidad de la memoria hace que se sienta tan lejano y que la potencia de la vida nos sonría y nos de una nueva oportunidad.

De eso hablábamos durante una partida de truco en el paraíso del aguaribay, la Reserva Natural de Vaquerías en las sierras de Córdoba. Se acerca amorosa la esposa de uno y le trae su mate y termo. Se pone a cebar, sí, pero para él sólo. Hubiera pasado en silenciosa resignación, si no fuera que les relato que años ha, un amigo tuvo de huésped a un inglés que deseaba ansioso probar el efluvio exótico de nuestras pampas. Por cortesía, se ceba a sí mismo primero, a lo que el inglés se queja: “Perounou hay pra mí?”

Me veo como el inglés, sin ser convidado y con apenas un "envido" escaso en la mano. Queda el mazo ya "cortado" en la mesa y coincidimos, los serranos y el porteño, en que se nos perdía el pasar el mate de mano en mano y la bombilla de labio en labio, en esa rara intimidad de la que también abrevan nuestros vecinos orientales, brasileños y paraguayos. Les cuento que en Albuquerque, convidé mate a mis estudiantes de la Universidad de New México y nadie agarró. Ni mamados iban a compartir la bombilla. Pasar el mate, quizás incomprensible e incluso inaceptable para padres y abuelos llegados otrora al Plata, ya se tornó natural y necesario. Mis padres y abuelos nunca, pero mis hijos y nietos, todos. Eso habla bien de la integración cultural y fraterna en nuestro país. Sí, habla muy bien.

Poco menos que tristes evocamos que en estos dos años se redujeron casi a cero las reuniones familiares, los encuentros de amigos y los eventos compartidos. Apenas sustituidos por un exceso de presencia familiar en el hogar -o de soledad- que generó malestares y alteraciones disruptivos, como se predicó tanto en los medios, llenos de expertos en caídas de interés, ánimo o vitalidad amorosa. No pocos consejos de inquietante optimismo y de dudosa sensualidad, de imposible realización, que ayudaron a incrementar ese corrosivo y solitario sentimiento de culpa, de no llegar a ser lo que deberíamos haber sido.

Pero los cuatro jugadores coincidimos en que sustituir la presencia del encuentro por la teleconferencia, llevaba a perder tanto de la conversación, sin embargo es cierto que ese recurso nos salvó. Recordemos los abuelos viendo a sus nietos en el "guasáp" hasta que se pudo volver a estrecharlos, acariciarlos y hasta olerlos, hacerle cuerpo a la ternura. Y así darnos cuenta de lo enorme que era la pérdida en nuestras almas. El "te veo, te escucho" digital no alcanza: los coros ensayando a un "Zoom" de distancia; rezar distanciados en los templos, sin la calidez que hace comunión; los psicoterapeutas perdiendo ese clima fecundo que se genera en el entredós (1); la conversación, la humorada y la complicidad que ascienden y encienden las reuniones de amigos.

Pese a que ya hay una mayor apertura en la escena pública, la gente siguió permaneciendo sola y a distancia. Incluso los niños y los jóvenes. Nos acostumbramos a salir menos a encontrarnos y a ser más asiduos habitantes de las pantallas. Sentíamos que se perdía algo importante de ese modo de habitar nuestras costumbres, de compartir con generosidad, sí, de nuestro ser argentinos, porque en ese momento había sed de una ronda de mate. Y, antes de que las lágrimas que despuntaban en nuestros ojos llegaran a rodar, cantamos "falta envido" y "truco" a la vida. Ganaron los jóvenes, raspando, pero ganaron.

Era la buena "seña" de un futuro por venir.

 

Fuente: perfil.com